He querido llamarla para invitarla al cine,
pero no he podido.
El vacío de mi cartera me lo impide.
Por los agujeros de mis bolsillos
se van las manecillas del tiempo
y ella me olvidará, estoy seguro.
Nos conocimos como se conocen todos:
la música relampagueante
nos ablandó los muslos
y quisimos, entre tanta oscuridad,
prenderle fuego a las pupilas
y bailamos.
Después de un tiempo me preguntó mi nombre
y yo se lo di.
Le entregué mi nombre más allá de mis besos.
Quise, mientras lo pronunciaba,
que fuera el nombre de su suerte,
un cuchicheo blando en sus oídos,
que se quedara en ellos,
para que luego me buscara.
Pero hace una semana no la veo
y hace tres días no me atrevo a enviarle un texto.
Cómo decirle vamos al cine pero tú pagas?
O llevarla en caminata bajo este cielo mojado de Chicago.
Me he dicho por las noches,
cuatro noches para ser exactos,
que si algo pasó entre nosotros qué bello fue.
Que la deje con sus risos de canela
y me vaya por otra parte a poner mi tristeza;
la impotencia de querer llevarla al cine,
para desepcionarme,
darme cuenta que no tenemos nada en común,
pero no puedo.
El vacío que abunda en mi cartera
empieza a morderme el alma.